Dos paracaidistas y un atentado audaz: la larga agonía del cruel jerarca nazi, a quien Hitler proyectaba como su sucesor

Dos paracaidistas y un atentado audaz: la larga agonía del cruel jerarca nazi, a quien Hitler proyectaba como su sucesor

En plena Segunda Guerra Mundial, Reinhard Heydrich fue designado Protector de Bohemia y Moravia, una suerte de “virrey” de Hitler en parte del territorio de lo que había sido Checoslovaquia

 

Lo llamaron el Verdugo, la Bestia Rubia, el Genio Malvado de Himmler, el Carnicero de Praga. Pero él prefería el apodo que le proporcionó Adolf Hitler en persona: el Hombre con Corazón de Hierro. Reinhard Heydrich fue uno de los más temibles hombres del Tercer Reich. Obediente, violento y cruel, su ambición asesina no conoció límites. Se convirtió en un engranaje vital de la barbarie nazi.

Por infobae.com





Adolf Hitler confiaba en él; le encargaba las peores tareas. Y él las cumplía con exactitud. Era un tecnócrata criminal. Nada lo amedrentaba. Escaló posiciones con celeridad. Integrante de las SS, fue ganando lugar. Dirigió las fuerzas de seguridad que integraban las SS, la Gestapo y la SD. Participó de la Noche de los Cuchillos Largos y él mismo asesinó al General Strasser. Fue quien coordinó la Noche de los Cristales Rotos. Dirigió, también, la Conferencia de Wannsee en la que los jerarcas nazis pusieron en marcha la Solución Final. Fue el creador de las Einsatzgruppen, los comandos especiales nazis responsables de al menos un millón de muertes.

Por su juventud y su osadía inescrupulosa era visto como el posible sucesor de Hitler. Cuando el Führer sintió que Checoslovaquia se había convertido en un territorio hostil, lo envió a Heydrich a poner orden. Heydrich lo hizo de inmediato. Mano dura, persecución a la Resistencia, sanciones ejemplares, asesinatos y medidas económicas que favorecieran a la gente. Así la población fue inclinando su simpatía hacia los nazis. El bienestar económico les proporcionaba el respaldo que necesitaban.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno checoslovaco en el exilio, con sede en Londres, decidió que debían tomar alguna medida urgente para evitar que los nazis se quedaran de forma definitiva en el poder en su tierra. Enviaron dos agentes para que intentaran asesinar a Heydrich.

Los preocupaba el rápido apoyo que había logrado en la población checa con el reciente bienestar económico por la producción industrial que exigía la guerra. Los ingleses, Winston Churchill principalmente, temían que el ejemplo checo cundiera en Europa y los nazis no encontraran oposición en los territorios ocupados.

A la misión la bautizaron Operación Antropoide y el fin era asesinar a Heydrich a través de un atentado perpetrado por dos agentes checos de la resistencia pero que provenían del exilio londinense. En los últimos días de 1941, Jan Kubis y Josef Gabcik se lanzaron en paracaídas sobre territorio checo. Se instalaron en Praga de manera clandestina. En esos primeros meses aprovecharon para contactarse con la Resistencia. Planearon el atentado. En su investigación descubrieron que Heydrich se movía despreocupadamente por toda la zona. Seguramente él pensaba que nadie podría dañarlo. Vivía en un gran castillo y todas las mañanas hacía el mismo camino a la misma hora. Luego de unos pocos días de estudio y gracias a la previsibilidad en los movimientos del nazi descubrieron que esa curva en el camino, que obligaba al chofer a aminorar la marcha, era la ideal para intentar matarlo.

El 27 de mayo de 1942 cae domingo. Un sol tibio golpea contra el asfalto. En la calle pasan autos, gente caminando, los tranvías se empiezan a llenar. Tres hombres tratan de pasar desapercibidos. Están ajenos al movimiento cotidiano. Solo están pendientes de la llegada de un auto. Pero el auto se demora. Los hombres se impacientan. Hasta que a lo lejos ven aparecer al Mercedes Benz descapotable. Viene rápido pero eso no importa. Cuando se acerque a ellos disminuirá la velocidad: una curva muy pronunciada lo obligará. Por eso eligieron apostarse en ese lugar.

El Mercedes es manejado por un chofer. En la parte de atrás, solo, viaja Reinhard Heydrich, el Reichsprotektor de Bohemia y Moravia. Es tanto su poder, tanta su megalomanía, que no cree necesario protegerse. Se siente inexpugnable. Viaja sin custodia, en un descapotable sin blindar. Pero esa mañana quedaría demostrado que era vulnerable.

Cuando el auto aminora la marcha para tomar la curva, uno de los hombres se para frente a él, y blandiendo un arma apunta contra Heydrich. Aprieta el gatillo pero el disparo no sale. El arma está trabada. Quien desenfunda entonces es el nazi. Que se incorpora y apunta contra su agresor. Pero cuando intenta descender del auto una detonación lo aturde y lo lanza para atrás.

Una granada falla su blanco -el asiento trasero- pero cae pegada a la rueda derecha. El auto se eleva en el aire -menos de un segundo- y cae pesadamente. Una nube de humo impide ver qué sucede. Todo ocurre, en esos instantes, imprecisamente. Se escucha algún grito, el crujido de los pasos sobre vidrios rotos, el olor a pólvora y a goma quemada espesan el ambiente.

El chofer corre detrás de uno de los agresores. Heydrich también baja del auto con su arma. Da unos pocos pasos, tambalea y cae de espaldas. Está herido. Los atacantes salen corriendo en busca de refugio.

Heydrich es llevado al hospital. En ese momento pareció que la Operación Antropoide había fracasado. Que la planificación de seis meses para asesinar a Heydrich había sido infructuosa, que la misión había constituido un gran fracaso. Habían visto a Heydrich bajar caminando de su auto y hasta empezar una persecución. Habían desaprovechado la ocasión de su vida. El arma trabada, los nervios, la falta de puntería para acertarle al asiento trasero con la granada.

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