La Masacre de Columbine, minuto a minuto: el chico salvado por los asesinos y las bombas que fallaron

La Masacre de Columbine, minuto a minuto: el chico salvado por los asesinos y las bombas que fallaron

Harris y Klebold buscan a sus víctimas en la zona del comedor de la escuela

 

Llegaron en sus autos a las 11.14 de la mañana del 20 de abril de 1999 a la Escuela Secundaria de Columbine, en el condado de Jefferson, Colorado, Estados Unidos. Cada uno el volante del suyo. Eric Harris, que había cumplido dieciocho años once días antes, estacionó en la entrada sur del colegio. Dylan Klebold, de diecisiete años, lo hizo en la entrada oeste de la escuela. Se encontraron cerca del auto de Harris. Llevaban dos bombas de diez kilos de propano cada una, programadas para estallar poco después, que colocaron en la cafetería del colegio, junto a las mochilas de los estudiantes que esperaban para almorzar.

Por infobae.com





A las 11.17 regresaron al auto de Harris a esperar el estallido: tenían la idea de disparar a todo aquel que no hubiera muerto e intentara escapar de la cafetería. Si las bombas hubiesen estallado, podrían haber matado o herido a 408 alumnos de Columbine, además de provocar el derrumbe del techo y de gran parte de la biblioteca del colegio, ubicada en el piso superior.

El inicio de la masacre

Al llegar al auto de Harris, se toparon con Brooks Brown, un compañero de clase de Harris con quien tenían una relación complicada. Dos años antes, la madre del chico Brown había denunciado a Harris porque su blog contenía varios mensajes cargados de odio contra la sociedad en general, contra maestros y estudiantes de Columbine, en los que dejaba en claro su deseo de matar a quienes lo molestaban; también incluía alguna amenaza hacia su hijo: la señora Brown creía que Harris era un muchacho peligroso. Ahora, el chico Brown fumaba en el estacionamiento del colegio cuando vio llegar a Harris acompañado de Klebold. Se sorprendió porque un par de días atrás, Harris no se había presentado a un examen importante en Columbine. “Ya no importa”, dijo Harris a Brown. Y, enseguida: “Brooks, ahora me caés bien. Salí de aquí. Andáte a tu casa…” Algo notó Brown que lo inquietó, que lo hizo sentir incómodo. Minutos más tarde, los compañeros de Brown que salían rumbo a la cafetería para almorzar, lo vieron, extrañados, alejarse de Columbine.

Harris y Klebold se sentaron en el auto a esperar el estallido de las bombas. Pero las bombas no estallaron. Entonces, envueltos en unos abrigos o chaquetas negras, largas y holgadas, decidieron llevar adelante la matanza con sus propias manos. Tomaron las armas, las ocultaron bajo las ropas y salieron del auto. Harris llevaba una escopeta Savage Springfield 67H, calibre 12, que en los siguientes cuarenta y siete minutos disparó veinticinco veces. Cargaba también una carabina Hi-Point 995 de 9 milímetros con trece cargadores de diez balas cada uno que dispararía noventa y seis veces. Klebold llevaba una pistola semiautomática Intratec AB-10, de 9 milímetros, con tres cargadores: uno de cincuenta y dos balas, otro de treinta y dos y el tercero de veintiocho; cargaba además una escopeta recortada de dos cañones Stevens 311D, calibre 12. Klebold usó cincuenta y cinco veces su pistola y disparó un total de doce cartuchos con la escopeta recortada.

Así armados se dirigieron a la cafetería de Columbine. Eran las 11.19 de la mañana. Rachel Scott, una estudiante de diecisiete años, almorzaba con su amigo, Richard Castaldo en el césped vecino al local: por lo que fuere, esa mañana pasaban del bullicio estudiantil. Castaldo diría luego que vio a uno de los dos asesinos lanzar una bomba que hizo poco ruido y algo de humo. Otro testigo oyó decir a Harris: “Vaya…” y vio que sacaba su arma. Lo mismo hizo Klebold. Ambos dispararon contra los dos estudiantes: Rachel Scott recibió cuatro balazos y murió en el acto. Castaldo recibió ocho, en el pecho, el brazo y el abdomen: perdió el conocimiento, pero no murió.

Los cuarenta y siete minutos de la masacre

Así empezó todo. Cuarenta y siete minutos después, el saldo de la masacre arrojaba doce estudiantes y un profesor muertos, veinticuatro alumnos heridos, pocos leves y muchos de gravedad, más otros tres heridos no por los atacantes, sino al intentar escapar de aquel infierno, y con los propios asesinos muertos en la biblioteca del colegio: allí encerrados, a las 12.08 Harris se disparó un escopetazo en el paladar y Klebold un balazo en la sien.

El tranquilo condado de Jefferson había perdido la paz para siempre, la vida de sus habitantes había dado un vuelco, Estados Unidos estaba conmocionado por la mayor matanza desatada dentro de un edificio educativo y el mundo se preguntaba cómo pudo pasar y quiénes eran los asesinos. A veinticuatro años de la masacre, todo halló cobijo bajo la pátina del tiempo. Eso siempre es engañoso y peligroso. Los sobrevivientes, entonces de diecisiete o dieciocho años, rondan hoy la cuarentena. Se reunirán, como cada año, para evocar el drama y rogar, exigir, demandar que tragedias como aquella, que se repiten, no vuelvan a repetirse.

Harris y Klebold se habían conocido en 1993 y dos años después cambiaron de colegio para ingresar en el Instituto Columbine. Harris era un jugador devoto de “Doom”, un videojuego que consiste en disparar para abrirse paso entre enemigos muy malos y que, en aquellos años, se jugaba en una versión bastante rudimentaria. Harris usaba el alias “Reb” en la web, y Klebold se hacía llamar “VoDkA”, un sobrenombre que le habían cargado sus amigos por su afición al alcohol. Harris era dueño de una página web: “You know what I hate? – ¿Sabes lo que odio?”, donde incluía mensajes muy agresivos hacia la sociedad en general: su lista de odios incluía la mentira, las personas descuidadas, la música country, la libertad de prensa y algunas personalidades del espectáculo, la política y el deporte.

Las investigaciones posteriores a la masacre dijeron que ambos habían sufrido acoso escolar en Columbine; sus compañeros los juzgaban raros, extravagantes, vestían diferente, sus excentricidades no parecían ocultar un genio ignorado, no tenían muchos amigos, no eran diestros en los deportes y sufrían las burlas de “los atletas” que, en Columbine, se distinguían del resto por usar unas gorras blancas, con visera.

Los antecedentes de los atacantes

A principios de 1997, el blog de Harris empezó a incluir instrucciones sobre cómo fabricar explosivos, la descripción de los problemas que padecían él y su amigo Klebold, además de dejar en claro su intención, al menos en el deseo, de matar a todo aquel que lo molestaba. Esa fue la página que denunció al sheriff del condado la mamá de Brooks Brown. La policía nombró a un investigador, Michael Guerra, que pidió una orden de registro en la casa de Harris porque dedujo que el chico tenía explosivos en su poder, dada su afición a armar bombas caseras. El pedido de Guerra fue ocultado por la oficina del sheriff de Jefferson y no fue revelado sino en 2001 como resultado de una investigación del exitoso programa de televisión “60 minutes”. El documento fue reconstruido, pero el original sigue sin aparecer.

El 30 de enero de 1988, un año y dos meses antes de Columbine, Harris y Klebold robaron herramientas y equipos de una camioneta en la vecina ciudad de Littleton. Los arrestaron, se declararon culpables y fueron sentenciados a participar de un programa diseñado para alejar a los jóvenes del delito y recibieron clases sobre “manejo de la ira”. Harris recibió asistencia psicológica porque adujo depresión, enojo, tendencias suicidas, ansiedad y dificultades para concentrarse. Le recetaron, en dos oportunidades, dos antidepresivos similares, de diferentes laboratorios.

Nada parecía funcionar. En abril de 1988 y como parte de su programa obligatorio de reeducación, Harris escribió una carta de disculpa al dueño de la camioneta robada, pero pocos días después, en su diario personal, se burló de todo aquello y escribió que él creía tener el derecho de robar algo si quería.

Los diarios personales de los dos asesinos echaron algo de luz, luego de la matanza, sobre sus intenciones. Querían desatar una gran tragedia que superara al atentado de abril de 1995 en Oklahoma, cuando el terrorista Timothy McVeigh voló el edificio federal Alfred Murray y mató a 168 personas. Los diarios de Harris y Klebold contenían escritos sobre cómo huir a México y sobre cómo secuestrar un avión en el Aeropuerto de Denver para estrellarlo luego en un edificio de New York, tal vez el Empire State; todo esto, dos años antes del atentado contra el World Trade Center, en septiembre de 2001.

Los dos jóvenes filmaron varios videos de sus prácticas de tiro, compraron las armas que usaron en Columbine a través de amigos mayores que no sospecharon de sus intenciones; en el entorno familiar, padres y hermanos tampoco sospecharon de los planes de Harris y Klebold. Veinte minutos antes de salir a matar a la mayor cantidad de gente posible en la escuela de Columbine, Harris y Klebold grabaron dos videos para sus familias. Lo hicieron juntos, como todo. El primero en hablar fue Klebold, los ojos clavados en la lente de la cámara: “Hola mamá. Tengo que irme. Falta una media hora para el Día del Juicio. Solo quería pedirles perdón por cualquier mierda que pueda provocar. Sé que voy a un lugar mejor. No me gusta demasiado la vida y seré más feliz donde sea que vaya. Adiós”. Después habló Harris: “A toda la gente que amo, realmente lo siento. Siento todo esto. Sé que te sorprenderá, papá. Mamá, lo siento. No puedo evitarlo”.

La masacre paso a paso

Después de asesinar a Scott y de herir a Castaldo, Harris disparó a otros tres estudiantes que también estaban sentados en el césped: Daniel Rohrbough, Sean Graves, los dos de quince años, y Lance Kirklin, de dieciséis. En la escuela, muchos alumnos pensaron que todo aquel alboroto era una broma. Pero en la cafetería, el profesor de informática y entrenador del equipo de atletismo, Dave Sanders, supo enseguida que era un ataque. Harris y Klebold giraron y dispararon contra otros estudiantes sentados en el terraplén de césped que miraba a la cafetería. Michael Johnson, de quince años, fue herido en la cara, el brazo y la pierna, pero logró escapar. Mark Taylor, de dieciséis, fue herido en el pecho, los brazos y la pierna, cayó y creyó que lo mejor era intentar hacer creer a los atacantes que estaba muerto. Los tres lograron sobrevivir.

Klebold caminó hacia la cafetería y se acercó a Kirklin, ya herido y tendido en el suelo, que pedía ayuda con voz débil: “Claro que te ayudaré”, dijo Klebold y le disparó en la cara: sobrevivió. Para acceder a la cafetería, Klebold debió pasar cerca de Rohrbough, que ya había muerto por los disparos de Harris: volvió a dispararle y pasó por encima del cuerpo de Sean Graves, paralizado de la cintura para abajo. Los investigadores dedujeron luego que Klebold entró en la cafetería para revisar las dos bombas que no habían estallado.

Harris, mientras, disparó a varios estudiantes sentados cerca de la entrada del local e hirió de gravedad a Anne-Marie Hochalter, de diecisiete años, cuando intentaba huir. En lo alto de unas escaleras los dos asesinos volvieron a unirse. Dispararon a lo lejos contra un grupo de estudiantes reunido en un campo de fútbol, pero ninguno de los disparos hirió a alguien. Dentro de la escuela, la maestra de arte, Patti Nielson, caminó junto al estudiante Brian Anderson, de diecisiete años hacia una de las puertas del local: iba a pedir a todos un poco de control porque pensó que los asesinos filmaban en realidad un video y que algo se había salido de madre. Harris y Klebold le dispararon a través de una ventana e hirieron en el hombro a la maestra que corrió hacia la biblioteca del piso superior, mientras alertaba a los estudiantes del peligro: pidió que se escondieran todos bajo los escritorios, que no hicieran ruido alguno, ella misma se escondió bajo el mostrador administrativo de la biblioteca y llamó al 911.

El tiroteo con la policía

El primer policía que llegó a Columbine, Neil Gardner, fue atacado a balazos por Harris y su rifle: estaban ambos a sesenta metros de distancia. Gardner devolvió el fuego. A cinco minutos del primer disparo de los asesinos, la policía ya se tiroteaba con ellos y en Columbine había dos muertos y diez heridos. El tiroteo con Gardner distrajo a los asesinos: eso hizo que Brian Anderson, el acompañante de la profesora Nielson, salvara su vida: escapó de la biblioteca y se escondió en un aula de descanso. Mientras, a lo largo de un pasillo, los asesinos disparaban a todo lo que se molvía, hasta que dieron con el pasillo que daba a la biblioteca. Debajo, en la cafetería, el profesor Sanders había evacuado con éxito a los estudiantes. Sin saber en el infierno en el que iban a caer, algunos subieron las escaleras, hacia la biblioteca. Sanders los siguió, sólo para darse de cara con los dos asesinos. El profesor, junto a otro alumno, intentó escapar, pero Harris le dio dos veces en el pecho y falló por muy poco al intentar herir al estudiante que corrió a un aula, la de Ciencias, y gritó que todo el mundo se escondiese. Un colega de Sanders lo arrastró hasta un aula en la que había treinta estudiantes refugiados. Colocaron un cartel en la ventana para alertar a la policía y a los médicos: “Uno desangrándose”. Un chico con experiencia en primeros auxilios, Aaron Hancey, y un compañero, Kevin Starkey, intentaron detener la hemorragia de Sanders con las camisetas de los estudiantes refugiados. Todos fueron luego evacuados sanos y salvos, pero Sanders murió a las tres de la tarde, antes de llegar al hospital.

¿Por qué lo hicieron? Se llevaron el secreto, si hubo uno, a la tumba. Sobran hipótesis. La cultura violenta de Estados Unidos es la primera gran acusada. La facilidad para comprar armas y explosivos es la segunda. Hasta los videojuegos y cierta música que ensalza la crueldad, la fuerza y la sangre también fueron señalados como partícipes necesarios de la masacre. Los padres, el de Klebold era antibelicista, no tuvieron nunca idea alguna ni de los dramas que vivían sus hijos ni de sus planes de destrucción. Nadie vio las señales que los asesinos, dos adolescentes en suma, sembraron por el corto camino de sus vidas. Ni siquiera las autoridades que los habían juzgado previeron la matanza. En Columbine, donde ambos eran acosados, tampoco hicieron caso a una ráfaga de odio de Harris en relación a las burlas que recibían: “Ya verán cómo se van a reír cuando los hagamos volar por los aires”, rumiada en voz alta semanas antes de la matanza.

Otra idea dejada de lado es que Harris y Klebold fuesen nazis, o neonazis, o formaran parte de alguna tribu urbana violenta. Pero Eric usaba símbolos nazis en su diario, la fecha de la matanza fue elegida el 20 de abril porque era un aniversario del nacimiento de Adolf Hitler y en varias oportunidades, mientras disparaban en Columbine, hicieron comentarios racistas. Pero Klebold tenía ascendencia judía. En su casa mantenían las tradiciones y los rituales judíos heredados del abuelo materno de Dylan, que además se llamaba así en homenaje al poeta y dramaturgo Dylan Thomas. Hasta se descartó la posibilidad de que la masacre hubiese derivado del acoso escolar que sufrían Harris y Klebold. Pero la matanza cayó sobre gente que no tenía nada que ver con ese acoso, ni siquiera se ensañaron con “los atletas”, que los hacían víctimas de sus bromas: mataron a tres, pero tuvieron la oportunidad de matar a otro y lo dejaron con vida.

¿Especulaban en cómo serían vistos en esa escuela, en esa sociedad, después de la masacre? En un video, Harris le hace esa pregunta a Klebold y la respuesta es que él cree que se preguntarán por qué lo hicieron. Es una respuesta parcial. El FBI ocultó lo que sigue de ese video para evitar “una sublevación estudiantil”, dijeron las fuentes de la Oficina Federal de Investigaciones. Todo sería revelado recién en 2026. Sin embargo, las cintas, conocidas como “The Basement Tapes – Las cintas del sótano”, fueron destruidas entre 2011 y 2015. Existen transcripciones, todavía inéditas. Tal vez la alquimia fatal se haya dado entre dos personalidades afines: una que odiaba a la sociedad en la que vivía y otra, un depresivo crónico, que sólo buscaba suicidarse precisamente a causa de su depresión. El mensaje final, el que dejaron grabado a sus familias, no deja de ser el de dos chicos desvalidos.

El horror en la biblioteca de Columbine

La masacre se hizo carne en la biblioteca de la escuela Columbine. Harris y Klebold entraron allí a las 11.29, diez minutos después de los primeros disparos. Antes, los dos asesinos habían arrojado al azar varias bombas caseras que estallaron, dos en la castigada cafetería y otra en el pasillo que llevaba a la biblioteca. En el interior se habían ocultado cincuenta y dos estudiantes, dos profesores y dos bibliotecarios. Klebold gritó al entrar: “¡Levántense!”. Y fue un grito tan fuerte que se escucha en la grabación del llamado de la profesora Nielson al 911. “¡Todos los atletas de pie! ¡Vamos a matar a los que tengan gorras blancas!”, dijo, en alusión a la prenda que los identificaba del resto de los estudiantes. Nadie se movió. “Bueno –dijo Harris- Voy a disparar de todos modos”. Y lo hizo, dos veces, a un escritorio sin saber que Evan Todd, uno de los estudiantes, se había escondido debajo. Todd sufrió heridas por las astillas, pero por las balas.

Los asesinos caminaron hacia el fondo del local, donde había dos hileras de computadoras. Kyle Velázquez, de dieciséis años, estaba sentada frente a una de ellas. No se había ocultado debajo de un escritorio cuando entraron los asesinos, sino apenas debajo de una de las mesas. Klebold le disparó en la cabeza y la espalda y la mató en el acto. Cuando vieron por las ventanas que la policía evacuaba al resto de los estudiantes, Harris dijo: “Vamos a matar a algunos policías”. Se tirotearon a distancia, y sin heridos. Klebold disparó luego su escopeta e hirió a otros tres estudiantes: Patrick Ireland, Daniel Stapleton y Makai Hall. Mientras, Harris caminó hacia el mostrador con las computadoras y disparó un solo tiro, sin mirar: mató a Steven Curnow, de catorce años, que recibió una herida en el cuello. Volvió a disparar debajo de otra mesa e hirió a Kacey Ruegsegger, de diecisiete años: la bala atravesó su hombro derecho y la mano, rozó el cuello y cortó una arteria. Cuando la muchacha jadeaba de dolor, Harris le dijo “Deja de quejarte”.

Después, se acercó a otra hilera de computadoras, golpeó dos veces la superficie de la mesa de madera, se arrodilló y dijo “Peel-a-boo”, algo así como “Te encontré” y mató a Cassie Bernall, de diecisiete años de un balazo en la cabeza. Como tenía la escopeta en una sola mano, el retroceso del arma hizo que el metal golpeara su cara y quebrara su nariz. Debajo de otra mesa vecina, dio con otra estudiante, Bree Pasquale, a quien le preguntó si quería morir; la muchacha suplicó por su vida. Según los testigos, Harris parecía un poco desorientado, tal vez por el golpe del arma en la cabeza. Klebold vio al estudiante Patrick Ireland que trataba de ayudar a Makai Hall, los dos habían sido baleados segundos antes. Le disparó a Ireland por segunda vez y lo hirió dos veces en la cabeza y una vez en el pie. Lo dio por muerto, pero Ireland sobrevivió.

Con los estudiantes encogidos debajo de las mesas y los escritorios, Klebold caminó hacia otro grupo en el que se escondía Isaiah Shoels, de dieciocho años, Matthew Kechter, de dieciséis y Craig Scott, también de dieciséis. Los tres eran del grupo de atletas, odiados por el dúo asesino. Klebold llamó a Harris por el nombre que usaba en la web: “¡Reb! ¡Hay un negro aquí!” Ambos se burlaron de Shoels e hicieron comentarios raciales por unos segundos. Luego Harris se arrodilló y mató a Shoels de un balazo en el pecho, hecho a muy corta distancia. Klebold también mató a Kechter a quemarropa mientras Harris, que había dejado de burlarse de la herida Bree Pasquale, gritaba “¡A ver quién está listo para morir a continuación!”. Debió haber sido el tercero de los atletas, Craig Scott, pero fingió su muerte, empapado en la sangre de sus dos amigos. El chico Scott no podía saberlo, pero su hermana Rachel había sido la primera víctima mortal de Columbine.

Los dos asesinos deambularon por la biblioteca y dispararon al azar contra paredes, puertas, ventanas y a las mesas donde sospechaban que se escondían más estudiantes. Una bala hirió en la cabeza y el hombro a Mark Kintgen, de diecisiete años y también fueron heridas Lisa Kreutz, de dieciocho y Valeen Schnurr. Una nueva andanada mató a Lauren Townsend, de dieciocho años. Cuando oyó que Schnurr gemía “¡Oh, Dios mío…! ¡Oh, Dios…!”, Klebold le preguntó si creía en Dios. La muchacha asintió entre sollozos. Y Klebold solo preguntó: “¿Por qué?”. Después se alejó de la mesa.

Según los sobrevivientes, los asesinos parecían embriagados, a a esta altura de la sangre actuaban sin demasiada lucidez. Harris disparó e hirió a dos chicos de dieciséis años, Nicole Nowlen y John Tomlin, que intentó alejarse de la mesa que supuestamente lo protegía. Klebold le dio una patada y lo mató de varios balazos. Harris mató con su escopeta a Kelly Fleming, de dieciséis años e hirió a Jeanna Park, de dieciocho años. Con sus armas recargadas, la biblioteca colmada de muertos y heridos, Harris y Klebold se pararon en el centro del local. A Harris le pareció ver una cara conocida y le pidió que dijera su nombre. Era John Savage, un conocido de Klebold. Aterrado, Savage preguntó a Klebold qué era lo que estaban haciendo. “Oh, sólo matando gente…” contestó Klebold. Savage, que no era un atleta, pensó que el dúo cargaba sólo contra quienes los habían molestado. Se animó a preguntar entonces si iban a matarlo a él también. Klebold lo pensó, vaciló un momento y después le dijo que se fuera. Savage huyó de inmediato y salió por la puerta principal de la biblioteca.

Tal vez en conflicto con el acto de piedad de Klebold, Harris baleó entonces con su carabina a Daniel Mauser, de quince años. El chico, apenas herido en la oreja y en un gesto instintivo, empujó una silla hacia Harris que lo mató de un balazo en la cara, disparado a quemarropa. Los dos asesinos volvieron a disparar al azar bajo otra de las mesas e hirieron de gravedad a tres jóvenes de diecisiete años: Jennifer Doyle, Austin Eubanks y a Corey DePooter, que murió en el acto. Fue el último de los muertos en Columbine y había tratado de mantener el ánimo del pequeño grupo de estudiantes escondidos en el que estaba su mejor amigo, Eubanks, también herido.

Eran las 11.35 de la mañana. Días más tarde, los investigadores dirían que Harris y Klebold tenían municiones para matar a todos los alumnos y profesores de Columbine. Los estudiantes de la biblioteca les escucharon decir que ya no hallaban emoción en disparar a sus víctimas. A Klebold le oyeron decir: “Tal vez deberíamos empezar a acuchillar a la gente.” Llevaban cuchillos entre sus ropas. Los dos salieron de la biblioteca a las 11.36. El sitio fue evacuado por otra de las puertas de acceso. El chico Craig Scott ayudó a salir a Kacey Ruegsegger que hubiera muerto desangrada de no ser rescatada a tiempo. Patrick Ireland, inconsciente, y Lisa Kreutz, incapaz de moverse, quedaron en la biblioteca.

Los asesinos deambularon por la escuela, balearon al azar puertas y ventanas pero ya no encontraron blancos humanos. A las 11.44, la hora y los minutos se conocen porque muchas de las acciones fueron filmadas por las cámaras de seguridad de la escuela, regresaron a la cafetería. Volvieron a salir y recorrieron los pasillos que ya habían transitado. A las 12.02 ingresaron de nuevo a la biblioteca donde sólo yacían sin conocimiento Ireland y Kreutz. Dispararon entonces y a través de las ventanas a la policía que rodeaba el edificio. Y a las 12.08 se mataron.

Así fue la matanza de Columbine. Una enorme tragedia sin sentido.

Nada la explica. Pero si algo la define, son tres frases breves anotadas en el diario de uno de los asesinos, Eric Harris: “Odio. Estoy lleno de odio. Y cómo lo amo”.