“No perseguí a los judíos con placer”: Adolf Eichmann, el día en que fue condenado a la horca

“No perseguí a los judíos con placer”: Adolf Eichmann, el día en que fue condenado a la horca

Adolf Eichmann está parado dentro de la cabina de cristal. En la mesa de la izquierda, la persona de la derecha (con el pelo blanco y auriculares) es su abogado defensor Robert Servatius (The Grosby Group)

 

 

 

No engañó a nadie. Ni a los jueces del estado de Israel que hace hoy sesenta años lo condenaron a la horca, ni al fiscal que lo acusó de ser el responsable de la muerte de seis millones de judíos, ni al mundo al que quiso embaucar con el argumento piadoso de haber sido un pequeño y sencillo engranaje en una maquinaria gigantesca de muerte y aniquilamiento de seres humanos. Él, Adolf Eichmann, el gran victimario, quiso pasar como una víctima más, un sencillo burócrata de la muerte que sólo despachaba trenes de deportados a los campos de exterminio del nazismo, al que había adherido con fanatismo y obsesión desde muy joven.

Por Infobae

De él, de Adolf Eichmann, dijeron los jueces en su sentencia: “Hallamos que en la RSHA (Reichssicherheitshauptamt), la autoridad central que se ocupaba de la ‘Solución Final’ del problema judío, el acusado estaba en la cúspide de aquellos que se encargaban de llevar a cabo la ‘Solución Final’. En el cumplimiento de esa tarea, el acusado actuó de conformidad con las directivas generales de sus superiores, pero de todos modos mantenía poderes discrecionales amplios para el planeamiento de operaciones de su propia iniciativa. Él no era una marioneta en manos de otros; su lugar estaba entre aquellos que tiraban de las cuerdas. Debe añadirse (…) que la actividad del acusado era más vigorosa en el propio Reich y en otros países desde los cuales los judíos fueron despachados hacia Europa del Este; pero también se distribuyó ampliamente por distintas partes de Europa del Este”.

Unos meses después de la sentencia, pidió una botella de vino. Eso fue todo. Sus carceleros israelíes le ofrecieron la asistencia de un ministro protestante y Adolf Eichmann, el nazi que se ufanaba de haber ordenado la muerte de seis millones de judíos, no aceptó. Enfrentó las últimas horas de su vida sólo con una botella de vino y la mirada clavada en una de las paredes de su celda. La bebió, íntegra, a sorbos cortos.

El ministro protestante llegó incluso hasta la puerta de la celda y le ofreció leer, juntos, un pasaje de la Biblia. Eichmann volvió a negarse. Estaba en proceso de transformación: de cordero, pasaba otra vez a lobo. Dos años antes, en mayo de 1960, aquel lobo había decidido ser cordero para enfrentar su destino. Ahora, agotada toda vía posible de indulto o de perdón, a punto de cumplirse su condena a muerte, volvía a aullar.

No había sido una marioneta, había sido el gran titiritero. Y más que eso, fue uno de los arquitectos principales, si no el principal, de la “solución final”, una ambigüedad que ocultaba el plan nazi, ordenado por Adolf Hitler, de eliminar a toda la población judía de Europa. Eichmann había desempeñado un rol clave en la conferencia de Wannsee que, el 20 de enero de 1942, reunió a los líderes del régimen nazi a orillas del lago Wann, a quienes llegó la orden clara de Hitler: había que eliminar a todos los judíos de Europa, una población que calcularon en once millones de almas, más de la mitad en países todavía fuera del control alemán.

Pero Eichmann dijo a sus jueces israelíes, a los testigos que lo identificaron como a un criminal de guerra y al mundo entero, que él sólo había desempeñado un papel menor en aquella conferencia, una especie de secretario de actas, sin voz, sin voto: un secretario que saca punta a los lápices. No engañó a nadie. En el juicio salió a luz un informe elevado en agosto de 1944 a su jefe, Heinrich Himmler, un alto jerarca del Tercer Reich, responsable de los campos de concentración y exterminio y jefe de las temidas SS y de la Gestapo, la policía del Estado, en el que Eichmann revelaba que, según sus cálculos, unos cuatro millones de judíos habían muerto ya en los campos y que otros dos millones habían sido asesinados por los Einsatzgruppen, las unidades móviles de exterminio creadas en los países ocupados por la Alemania de Hitler.

 

Eichmann fue secuestrado en su casa de San Fernando, la casa de la calle Garibaldi 14, por el Mossad, el servicio de inteligencia de Israel

 

Había más testimonios que comprometían a Eichmann. Dieter Wisliceny, su antiguo ayudante en las SS, dijo en el juicio de Núremberg que Eichmann le había confesado que “saltaría contento a la fosa porque la sensación de llevar a cinco millones de personas en su conciencia era una fuente de extraordinaria satisfacción”. Wisliceny fue luego deportado a Checoslovaquia, juzgado por sus crímenes de guerra y ejecutado en la horca en febrero de 1948. Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz que también sería ejecutado, dijo que Eichmann no sólo había participado de la construcción del más grande complejo de campos de concentración dedicado al exterminio de seres humanos, sino que había elegido el Zyklon B, un pesticida a base de cianuro, como el producto indicado para exterminarlos en las cámaras de gas. Höss, como si él mismo fuese un ejemplo, dijo que Eichmann era “un antisemita más recalcitrante que yo”. Kurt Kaufmann, el defensor en Núremberg de Ernst Kaltenbrunner, mano derecha de Himmler en la Oficina de Seguridad del Reich, dijo en una de las audiencias que Auschwitz “estaba bajo la conducción del célebre Eichmann”, que hasta Núremberg era un desconocido.

Si algo hizo célebre a Eichmann, fue el juicio de Núremberg. A partir de esas audiencias, en las que afloró su nombre y se reveló cuál había sido su misión y su responsabilidad, Eichmann empezó un largo y agitado peregrinaje, bajo identidades falsas, para huir de quienes lo buscaban, que no eran las fuerzas aliadas, sino sobrevivientes de los campos de exterminio, en especial el grupo bajo la conducción de Simón Wiesenthal, que había perdido a ochenta y nueve miembros de su familia bajo el nazismo.

Para Eichmann, la ideología llegaba de un poder superior, de una autoridad esencial que le permitía pensar, decidir y actuar de una forma determinada. Lo que Eichmann quería y necesitaba, y Hitler y el nazismo se lo dieron, era un sistema de ideas y de valores que dieran a sus acciones, aun las más espantosas, una apariencia de corrección.

Eichmann llegó a la Argentina en 1950, gracias a sus amigos y ex camaradas en Alemania, a las autoridades argentinas de la presidencia de Juan Perón, a guardias fronterizos austríacos, a oficinas de empadronamiento italianas, a la Cruz Roja, a funcionarios laicos del Vaticano, a sacerdotes y obispos católicos, entre ellos monseñor Alois Hudal, que decía ser “protector de los perseguidos y torturados”, como llamaba a los nazis perseguidos. Y también gracias a la ayuda de Horst Carlos Fuldner, un traficante de personas con llegada a Perón, y a Rodolfo “Rudi” Freude, hijo de Ludwig Freude, un millonario empresario de la madera, íntimo de Perón y ligado al espionaje nazi en América del Sur, en especial en la Argentina. La historia de la llegada de Eichmann al país y de la ligazón del gobierno de Juan Perón con los nazis fugitivos, están revelados en dos libros imprescindibles: Eichmann before Jerusalem, de la filósofa alemana Bettina Stangneth, y Perón y los alemanes, del historiador y periodista argentino, nacido en Washington, Uki Goñi.

 

Adolf Eichmann se presentó a sí mismo como un simple “engranaje” de la gigantesca maquinaria asesina del nazismo, como un sencillo contable de la industria del exterminio

 

Eichmann fue secuestrado en su casa de San Fernando, la casa de la calle Garibaldi 14, por el Mossad, el servicio de inteligencia de Israel. Fue el resultado de la “Operación Garibaldi” planificada después de que Eichmann fuese identificado por Lothar Herrman, que había iniciado una relación de amistad o de semi noviazgo con Klaus Eichmann, el hijo mayor del ex SS. De todos modos, el apellido Eichmann no era desconocido. Si bien Adolfo usaba el Ricardo Klement de su documentación falsa, su mujer, Verónica Liebl figuraba como “de Eichmann” en sus papeles y sus tres hijos, y un cuarto que nació en Argentina, llevaban el apellido del padre. En la embajada alemana en Argentina sabían que Klement era Eichmann, y sabían quién era Eichmann, además, que se reunía con sus viejos camaradas nazis en un restaurante muy conocido de la calle Lavalle. Y Jorge Antonio, el financista y empresario íntimo de Perón en la presidencia y en su exilio, admitió haber dado trabajo a Eichmann-Klement en Mercedes Benz, cuando esa empresa se instaló en Argentina.

Aquí, Eichmann dictó una especie de memorias a Willem Sassen, un fervoroso nazi y amigo, ex asesor de prensa de Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Reich. Los diálogos con Sassen, grabados y transcriptos, fueron un estremecedor testimonio sobre el Holocausto, aunque no todos esos archivos están a disposición de historiadores e investigadores. Eichmann y Sassen eran dos nazis furiosos que mantenían una discrepancia, al parecer insalvable. Sassen pugnaba por resucitar para Alemania el nacionalsocialismo y necesitaba despegar la figura de Hitler, la de sus secuaces y la del espanto del Holocausto de su proyecto de instaurar un nacionalsocialismo renovado, y mejor, en la Europa de posguerra. Por el contrario, Eichmann estaba orgulloso de haber seguido al pie de la letra los deseos de Hitler de eliminar a la población judía europea.

El 11 de mayo de 1960, Peter Malkin, un duro agente del Mossad se acercó a Eichmann que caminaba hacia su casa al regreso de su trabajo en Mercedes Benz, y le dijo la única frase que sabía en español y que ya es leyenda: “Un momentito, señor”. Eichmann entendió enseguida y se resistió a ser secuestrado, se trabó en lucha con sus captores, fue dominado, metido a la fuerza en un auto y llevado a una casa segura donde estuvo cautivo por once días hasta ser llevado a Israel.

 

Estuvo a cargo de la logística para enviar a los campos de exterminio a seis millones de judíos. Logró escapar a la Argentina tras la guerra, pero fue capturado por la Mossad, llevado a Israel y juzgado (Getty)

 

-Yo no maté a nadie –dijo Eichmann– Sólo fui responsable del transporte de esa gente

-Pero, ¿adónde los mandaste?–le soltó Malkin– ¡A los campos de concentración, a la muerte! ¡Mujeres, chicos, mi hermana, sus hijos…!

-Creéme – le dijo Eichmann– yo no tenía nada contra los judíos.

La historia de la captura del Eichmann por el Mossad no está toda contada, aún a más de sesenta años. Es un rompecabezas todavía sin armar. Pero es un rompecabezas apasionante. A Eichmann, en el piso del auto de sus captores, alguien le ordena en alemán que no se resista con una frase convincente: “Un sonido y estás muerto”. De ahí en más, todo fue calma en el ex jerarca nazi. Ya entonces, sin saber todavía muy bien en manos de quiénes estaba, empezó a desplegar la tela de araña de su defensa: él sólo era una pieza pequeñita de un engranaje gigantesco. Y así fue como se presentó ante sus jueces israelíes.

El tribunal estuvo presidido por Moshe Landau, e integrado por Benjamín Halevy y Yitzhak Raveh. El defensor de Eichmann fue Robert Servatius, un penalista alemán que nunca estuvo afiliado al nazismo, a quien los aliados nunca pudieron acusar de haber participado en algunos de los delitos relacionados con el nazismo y defensor de los jerarcas alemanes en Núremberg. El fiscal, Gideon Hausner, inició su acusación con un mensaje conmovedor: “En el sitio en que me encuentro hoy ante ustedes, jueces de Israel, para demandar contra Adolf Eichmann, no me encuentro solo: conmigo se levantan aquí en este momento seis millones de demandantes. Pero ellos no tienen la posibilidad de comparecer en persona, de apuntar hacia la cabina de vidrio un índice vengador y gritar, dirigiéndose a aquel que está sentado en su interior ¡Yo acuso! Porque sus cenizas han sido amontonadas entre las colinas de Auschwitz y los campos de Treblinka, sus huesos esparcidos en los bosques de Polonia y sus tumbas dispersadas a través de toda Europa. Por eso seré yo su portavoz, y en su nombre levantaré esta acta de acusación terrible”.

Era el 11 de abril de 1961, a sólo dieciséis años del fin de la Segunda Guerra. Y si el mundo había sido sacudido por el secuestro y el juicio a Eichmann, iba a verse más estremecido todavía con los hechos por venir: un día después del inicio del juicio en Jerusalén, la URSS puso en órbita al primer hombre en viajar al espacio, Yuri Gagarin. Y una semana después de las palabras de Hausner, una fuerza mercenaria, sostenida y financiada por Estados Unidos, invadiría Cuba en Playa Girón: una chambonada militar que cambió para siempre al continente y al mundo que cambiaban por horas.

 

Eichmann fue hallado culpable de sus crímenes y sentenciado a muerte. Murió en la horca de la prisión de Ayalon, Ramla, el 1 de junio de 1962

 

La acusación presentó quince cargos contra Eichmann, para considerarlo culpable de, entre otros delitos graves, crímenes contra el pueblo judío, crímenes de lesa humanidad y pertenencia a una organización hostil. La mayor parte de esos cargos no fueron siquiera discutidos. Un centenar de testigos reveló los horrores del Holocausto y la participación de Eichmann en ellos. La defensa intentó rebajar la gravedad de los delitos, sin poder negar la validez de los testimonios, ni la de los documentos presentados en el juicio. Servatius eligió presentar pruebas que certificaran que Eichmann no era parte de la dirigencia política que toma decisiones y emite órdenes, sino que formaba parte de un rango menor: los que las reciben. Respecto de los crímenes, Servatius dijo de Eichmann: “Se comprobará que lo nos ordenó y tampoco los llevó a cabo (…) Y finalmente el acusado presentará su posición respecto a la posibilidad de cumplir o desobedecer las órdenes que recibió. Se comprobará que no tenía esas posibilidades”.

La sentencia que condenó a muerte a Eichmann tiene algunas consideraciones curiosas, a sesenta años de firmada. Por ejemplo, el Tribunal de Jerusalén no consideró suficiente que Eichmann hubiese pertenecido a organizaciones declaradas criminales por el Tribunal Militar Internacional. Con lo que rechazó cualquier responsabilidad penal del acusado por la mera pertenencia a una de ellas. Para el Tribunal era necesario demostrar que había cometido crímenes. Dice la sentencia: “La Fiscalía tenía que probar que la pertenencia del acusado a estas organizaciones –y su pertenencia no está en tela de juicio– y además que el acusado participó en la comisión de crímenes, como un miembro de estas organizaciones –y esto ha sido acreditado–. El enfoque del Tribunal era más delimitado que el de las democracias occidentales, que criminalizan la mera pertenencia a organizaciones criminales o terroristas, variante a la que se unió el derecho israelí actual”.

Eichmann alegó en su defensa que todo su accionar, por el que estaba enjuiciado, habían respondido a una obediencia debida a sus superiores. “No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un Gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia. En aquella época era exigida la obediencia, tal como lo fue más tarde la de los subalternos”. También dijo que su conducta no podía ser juzgada por otro país, por ningún país, que habían sido actos de Estado. Pero, en la sentencia, los jueces afirmaron que había quedado probado que el reo había actuado “con una identificación total con las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos criminales”.

 

La cédula de identidad con la que ingresó al país, donde vivió diez años hasta que el Mossad lo capturara caminando por San Fernando. Se hacía llamar, por entonces, Ricardo Klement

 

La defensa de Eichmann cautivó a la filósofa alemana Hannah Arendt, que era judía, que había sido discípula y amante del filósofo Martin Heidegger quien nunca ocultó sus simpatías por el nazismo, al que se unió como afiliado al NSDAP. Enviada por la revista The New Yorker a cubrir el juicio, Arendt esbozó una teoría sobre la banalidad del mal y la aplicó a Eichmann. Ese parece haber sido el proceso, y no el inverso, que la llevó a escribir: “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”. En esa obra, Arendt entiende que Eichmann, acusado por ser el mayor asesino de Europa, no era un genio del mal. Por el contrario, la existencia del mal entre nosotros lleva a que cualquier hombre, en circunstancias determinadas, puede reaccionar como Eichmann y llevar adelante actos terribles e inhumanos porque está convencido de que es su obligación, o “su trabajo”.

Era una mirada piadosa, tal vez reflejo del nihilismo de Heidegger, pero piadosa al fin. De alguna forma, aunque su autora lo niega, en Eichmann before Jerusalem, Bettina Stangneth da una respuesta a la teoría de Arendt y demuestra que, desde su juventud y en sus inicios como SS, Eichmann demostró quién era y quién sería, sin que mediaran las “especiales circunstancias” a las que aludía Arendt en referencia a un régimen de terror y violencia como el del nazismo.

El fiscal adjunto del Tribunal de Jerusalén, Gabriel Bach, expresó en su momento cierta aversión hacia la teoría de Arendt, de la que acaso no estaba exenta tampoco la filósofa: “No solo expresó algunas ideas extrañas, sino que realmente reprodujo muchos de los documentos citados de una forma totalmente distorsionada. Entre otras cosas, escribió, por ejemplo, que retratamos a Eichmann de un modo tan oscuro que realmente minimizamos la culpabilidad de Hitler y de Himmler. Esto también es, naturalmente, ridículo. Por supuesto que Hitler y Himmler aportaron la idea. Eichmann fue responsable de llevarla a cabo. Pero el hecho de que él era un seguidor acérrimo y que, por esa misma razón, permaneció como jefe del departamento de asuntos judíos durante todo el tiempo, no disminuye la culpabilidad de quienes habían tomado las decisiones clave. Es absolutamente incorrecto manifestar que él estaba solamente cumpliendo órdenes de una forma, de cierto modo, banal”.

 

“No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución solo podía decidirla un Gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia”, dijo Eichmann en el juicio

 

La sentencia juzgó que Eichmann participó a sabiendas de la “solución final”: “Todo aquel a quien se integraba en el secreto de la exterminación, desde ciertos rangos en adelante, era consciente, también, de que tal aparato existía y que estaba funcionando, a pesar de que no todos ellos sabían exactamente cómo cada parte de la máquina operaba, con qué medios, a qué ritmo, y ni siquiera en qué lugar. Por lo tanto, la campaña de exterminio era un acto individual comprensivo, que no puede ser dividido en actos u operaciones llevadas a cabo por diversas personas en tiempos diversos y en lugares diferentes. Un equipo de personas lo consumaron conjuntamente en todo momento y en todos los lugares”.

Finalmente, considera responsable a Eichmann, como a cualquier otra persona que participó a sabiendas en la empresa criminal nazi del Holocausto, sin contemplar demasiado los argumentos de la defensa, y del propio Eichmann, sobre órdenes recibidas e imposibilidad de negarlas: “Estos crímenes fueron cometidos en masa, no sólo en relación con el número de víctimas, sino también en relación con el número de quienes cometieron el crimen, el grado de cercanía, o lejanía de estos criminales respecto del homicida concreto no significa nada en lo referente a la determinación de su responsabilidad. Por el contrario, en general, el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que utiliza el instrumento fatal con sus propias manos y llegamos a los altos rangos de mando, los ‘consejeros’ en lenguaje de nuestro derecho. Respecto de las víctimas que no murieron pero que fueron colocadas en condiciones de vida calculadas para causar su destrucción física, es especialmente difícil de definir en términos técnicos quién instigó a quién: el que persiguió y capturó a las víctimas y las deportó a un campo de concentración, o el que las forzó a trabajar allí”.

Eichmann fue ejecutado el 1 de junio de 1962, en la prisión de Ramla. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas arrojadas fuera de las aguas jurisdiccionales de Israel, desde un buque de guerra y ante algunos sobrevivientes del Holocausto.

Es la única condena a muerte dictada por el estado de Israel desde su fundación, en mayo de 1948.

 

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