Miguel Henrique Otero: Apure y la derrota de la FANB

En varios de los reportajes que he podido leer sobre los hechos que vienen ocurriendo en Apure –en particular, recomiendo aquí “El inédito éxodo de venezolanos a la otra frontera con Colombia”, del periodista Daniel Pardo, publicado en BBC News– se cuentan las dolorosas historias de las familias venezolanas que, hasta el 21 de marzo, vivían en La Victoria, pequeño poblado que está ubicado a las orillas del río Arauca.

Es importante comprender esto: las vidas cotidianas de esas casi 6.000 personas transcurrían en ambos lados del río, es decir, en Venezuela y Colombia, separadas apenas por el caudal del Arauca. Por lazos familiares de carácter histórico, por razones laborales y económicas, para la búsqueda del sustento, para estudiar, atender las necesidades de salud y hasta para hacer posibles los intercambios sociales y el cultivo de amistades, que son derechos imprescindibles de toda vida, estas familias iban y venían a diario con rutinaria naturalidad. Ir y regresar a Colombia equivalía a las diligencias que cualquiera de nosotros hace cada día, cuando sale de su casa, camina unas cuadras, hace alguna compra y regresa al rato. Trámites de lo cotidiano, básicos, inevitables e imprescindibles, propios de la sobrevivencia en comunidades donde todo escasea, donde la economía es precaria, donde la vida transcurre en la pobreza o, todavía peor, al borde la pobreza extrema, cruzar el río es un requisito de sobrevivencia.

Esas personas, y debemos ser plenamente conscientes de ello, han llevado, por décadas y siglos, una vida que transcurre a ambos lados del Arauca. Es decir, una vida colombo-venezolana o, si se prefiere, venezolana y colombiana. Más allá de si tienen un documento de identidad que los califique como venezolanos o como colombianos, o como portadores de doble nacionalidad, en los hechos, en la existencia real, en el modo en que transcurren sus días, cruzar el río es como cruzar una avenida en cualquier ciudad: una operación de cada día.





Durante décadas, no solo en La Victoria y sus alrededores, sino en los siete municipios de Apure, los habitantes de ese estado han sido testigos directos de la presencia de narcoguerrilleros y sus prácticas de secuestro, abigeato, robo a productores agrícolas y pequeños comercios, violaciones a mujeres y niños, reclutamiento forzoso de adolescentes y extorsión. En numerosas ocasiones, uniformados venezolanos, de las fuerzas armadas o de cuerpos policiales, también han actuado abusivamente en contra de indefensos. A lo largo del régimen de Chávez y Maduro, más de 2.000 apureños han sido asesinados en esa especie de peligroso territorio en que se ha convertido la región, en la que se han instalado, al menos, 10 grupos que provienen del ELN, las FARC, las ex FARC, las Bacrim y otras. No hay que explicarlo: se trata de una vida en permanente zozobra.

Una vez que el Alto Mando Militar de la FANB decidió participar en el conflicto por el control del territorio apureño entre dos grupos de narcoguerrillas, para asegurar que la región sea para beneficio exclusivo de Jesús Santrich e Iván Márquez, se han producido dos tragedias. La primera, producto de la arremetida de las fuerzas militares y policiales del Estado venezolano contra familias indefensas de La Victoria y de zonas aledañas: han bombardeado de forma indiscriminada, han ejecutado a personas inocentes, han obligado a la huida intempestiva de los habitantes de La Victoria hacia la ciudad colombiana de Arauquita, han quemado viviendas, han inventado acusaciones y expedientes para culpar e imputar a personas humildes, han saqueado sus casas, les han destruido sus pocos bienes (¿qué clase de perversión mental hace posible que, en ausencia de sus propietarios, en una humilde vivienda, los uniformados venezolanos, impunes violadores de los derechos humanos, le hayan asestado 42 puñaladas a una nevera, para dejarla inservible para siempre?).

¿Dónde están ahora esas casi 6.000 personas, habitantes de La Victoria? En Arauquita, una parte de ellos bajo resguardo de las autoridades de Colombia, en campamentos y bajo la humanitaria hospitalidad de instituciones y organizaciones no gubernamentales de ese país; otros, viviendo con sus familias, con el apoyo de la caridad privada, impotentes, sin saber cuándo podrán volver a lo que queda de sus casas, en algo que será como comenzar de nuevo, sin ayuda alguna, al contrario, bajo el asedio y las amenazas del régimen de Maduro y sus aliados narcoguerrilleros.

La segunda tragedia es la que sugiere el título de este artículo: el fracaso de las FANB en los combates contra sus rivales, los narcoguerrilleros. El mismo Alto Mando Militar que, una y otra vez, por años, se ha proclamado vencedor en sus ataques a la población indefensa que protestan en las calles de Venezuela; que ha lanzado gases y disparado a mansalva a civiles desarmados; que ha arremetido contra peatones con tanquetas y vehículos blindados; los mismos cobardes que apuntan con armas largas a conductores y civiles en allanamientos nocturnos; es el que envía a sus soldados hambrientos y desmoralizados, sin un verdadero conocimiento del terreno real, a combatir con guerrilleros cruentos y experimentados, veteranos en el oficio de matar, que conocen la región apureña palmo a palmo, porque, por acción u omisión, les ha sido entregada, soslayando el deber que tiene la FANB de proteger el territorio nacional. El trágico resultado, que todavía podría empeorar, es de 16 soldados muertos, decenas de heridos, cuyo número real no se conoce, porque en eso sí que son unos maestros, tanto el ministro de Defensa del régimen como sus secuaces: en mentir, ocultar, engañar a la sociedad venezolana.

¿Qué nos dice el resultado de la guerra de Apure? Que la fuerza militar nacional experta en aplastar a la sociedad venezolana, robarla y violar sus derechos, carece de las capacidades para enfrentar a sus socios colombianos, en la disputa por un territorio clave para las operaciones de narcotráfico.


Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional el 9 de mayo de 2021