Julio Márquez: El deber de la diplomacia para Rómulo Gallegos

Julio Márquez: El deber de la diplomacia para Rómulo Gallegos

En noviembre de 1948, Rómulo Gallegos, el primer presidente venezolano electo democráticamente, fue derrocado por un grupo reaccionario de militares que, luego de haber intentado infructuosamente hacer del presidente un simple títere su servicio, decidió traicionar a todo un pueblo que para el momento era tan neófito como entusiasta de las recién estrenadas lides democráticas.

El derrocamiento de Gallegos fue una verdadera tragedia. Para nuestro país, en lo histórico, significó un retroceso del proceso evolutivo tendiente a la modernidad; y en lo político, la negación de la razón como instrumento esencial de los hombres libres e iguales para gobernarse, instaurándose en su lugar, y a través de la fuerza bruta, una dictadura militar, militarista y anti-popular, sustentada en los fusiles que debían estar al servicio de la República y no de una parcialidad.

Con esto, la construcción de un régimen democrático había sufrido un duro revés no sólo en Venezuela sino en todo el continente americano, puesto que, según el mismo Gallegos en reflexión escrita durantes sus días de exilio, “mucho han cambiado las cosas desde aquella lejana edad de las ciudades amuralladas, en los umbrales de cuyas puertas dejaban quienes se veían obligados a trasponerlas casi todos los sentimientos de simpatía o de solidaridad humana que pudieran inspirarles sus semejantes”, ya que, muy por el contrario, un mundo cada vez más interconectado, con países, ciudades y sociedades cada vez más abiertas e interdependientes, “tiene que estar acostumbrándonos el espíritu a la comprensión de que es una sola y misma la suerte de los pueblos esparcidos sobre la tierra”, y que por eso mismo “nada tiene de extraño que desde Chile y el Uruguay, en el sur, hasta los Estados Unidos en el norte, la democracia americana haya sido sacudida por el golpe alevoso que a la de Venezuela acaba de asestársele”.





Para Gallegos lo sucedido en Venezuela era signo distintivo de un tiempo que exigía de todos los ciudadanos americanos claras definiciones morales, puesto que “todo indica que nos encontramos ya en las postrimerías de una edad histórica entre cuyas contracciones y distensiones viene debatiéndose la angustia humana en la persecución de toda la felicidad posible”, felicidad que, según la cultura occidental, se materializa, desde el punto de vista político, en la construcción y el mantenimiento de un régimen democrático de libertades.

Sin embargo, tras un simple examen de la realidad circundante, salta a la vista que la instalación de todo régimen democrático contará con la obstinada oposición de grupos dispuestos a dar la más dura de las guerras con tal de no ceder sus groseros privilegios; de allí que Gallegos se pregunte “¿pero cómo podremos ofrendarle de todo corazón el sacrificio que esa guerra nos exija, si en cada uno de nuestros pueblos la democracia de cada cual, aún con las imperfecciones de que adolezca, puede sucumbir entre las garras de la violencia sin que los demás del apretado vecindario se den por enterados de que ha ocurrido acto de iniquidad merecedor de reprobación inequívoca?”, y cuando el zarpazo dictatorial sea lo suficientemente obvio y grotesco como para no darse por enterado “¿puede algún gobierno que se respete a sí mismo y que le rinda honor a su legítimo origen democrático, tenderle, en esta hora de ineludibles definiciones, alguna mano que parezca amiga, por huidiza que sea, a semejante usurpación de poder?”, la respuesta moral es inobjetable: no.

Hay quienes promueven como deseable la idea de que “los países se deben muever solamente por intereses y no por principios”, es decir, que deben ser simples entes inescrupulosos. Dicha opinión es tan común como peligrosa, pues el mundo tuvo que vivir el horror de dos guerras mundiales para comprender que la defensa de principios éticos y de sus subsecuentes valores morales traspasa todas las fronteras.

Tras los traumas acabados en 1945, el mundo se dio por entero a la construcción de un sistema internacional capaz de evitar, por la vía de la diplomacia y del diálogo, un resurgimiento de un conflicto violento a gran escala, así como de lograr la defensa, en el caso de las organizaciones regionales relativas a una misma cultura, de los valores morales compartidos. En el caso de la OEA, uno de los principios fundamentales que la mueve, es la defensa, protección y promoción de la democracia.

Una necesidad imperiosa es la materialización de esos principios, y justo acá está el reto fundamental de la organismos internacionales como la OEA. Decía Gallegos: “y hétenos aquí ya en presencia de la diplomacia. Pero es necesario decir, desde luego, y sin ambages, que mientras la diplomacia no sea o no quiera ser sino el arte sutilísimo de sortear los escollos de la sinceridad en los tratamientos internacionales, muy poca cosa de provecho sacarán de ella los pueblos que la cultivan y se la pagan a bien altos precios generalmente, pues de tales ejercicios sólo podrán quedar para contentamientos nacionales las aureolas de habilidad que adornen las cabezas que fueron diestras en los esguinces del pensamiento y en la audaz yuxtaposición de los mayores contrasentidos de modo que pareciesen razonamientos lógicos”.

Y he aquí el meollo del asunto que hoy más que nunca la región debe resolver a través del caso venezolano, asunto que se resume o en la siguiente pregunta: ¿la diplomacia debe procura el bienestar de los gobiernos, o el bienestar de los pueblos a los que esos gobiernos se deben pero que no pocas veces se pervierten entregándose a la tiranía? La respuesta a esa pregunta la dio Gallegos diciendo “los pueblos, no sus gobiernos. Los pueblos que son la realidad permanente y la carne sagrada del sacrificio que a groseras divinidades no puede ofrendársele; no sus gobiernos, que nunca serán sino composiciones transitorias, en los mejores de los casos y algunos de los cuales ahora quieren ser, donde las circunstancias se lo han permitido, sacrificadores brutales y desvergonzados de esa carne sagrada”.