Yoli y Leo: Músicos, venezolanos, migrantes y enamorados

Yoli y Leo: Músicos, venezolanos, migrantes y enamorados

Tocaban juntos en la Banda Sinfónica Simón Bolívar, en Caracas. Allí, no se caían bien. Ahora son novios. Foto: Sara Castillejo / EL TIEMPO.

 

Extiende su antebrazo derecho. Yoliana Elena Mora muestra una cicatriz: tres líneas rectas en forma de una zeta se hunden en su piel blanca. “Es una puñalada”, explica. Era el mejor momento de su carrera. Por fin todo le estaba saliendo bien, cuando un lunes del 2015, a las 8:40 p.m., una mujer corpulenta se bajó de una moto en la que iba de parrillera y la arrinconó contra la pared. Yoliana regresaba de un ensayo, ya estaba a media cuadra del edificio donde vivía, en el este de Caracas. La calle estaba oscura, pero la luz que salía de un local comercial le mostró que la desconocida llevaba en su mano un cuchillo. Sin decir nada, se lo enterró, publica El Tiempo.

Por: Juan David López Morales





Se pone nerviosa. Las manos le tiemblan mientras recuerda. Sentada en un mueble en la sala del apartamento donde vive hace tres semanas en Bogotá, cuenta que decidió irse de Venezuela por lo que pasó esa noche. Cuando la atacante ya se había ido, un corrillo de vecinos curiosos y preocupados rodeó a Yoliana y uno de ellos, médico, le hizo un torniquete de urgencia. “¡Mi carrera! ¡Mi carrera!”, gritaba al ver la herida abierta en su antebrazo.

Yoliana es flautista. Casi no podía mover los dedos. Los contraía, pero no era capaz de levantarlos. Por eso consultó, esa misma semana, al médico especialista del Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela –El Sistema–, quien le dijo que la desconocida le había cortado tendones. El susto cuando escuchó el diagnóstico fue más profundo que el shock que le produjo el ataque. El corte lateral del cuchillo, astillado y oxidado, rompió totalmente el tendón del meñique y lesionó los tendones del anular, el índice y el pulgar.

 

Yoliana es flautista, actriz y docente. Sabe que debe volver a Venezuela para graduarse de sus carreras.
Foto: Sara Castillejo / EL TIEMPO.

 

En aquel entonces estaba superando el pánico escénico, ya se había recuperado de una epicondilitis lateral que le impidió estudiar su instrumento varios meses, cinco años atrás y había comenzado dos veces su carrera, desde cero. Nada de eso habría valido la pena si no podía volver a tocar. Si no se operaba antes del domingo siguiente, perdería la movilidad de forma definitiva.

Una promesa convenció a Leonardo de irse del país antes de lo que tenía planeado. La alegre melancolía con la cuenta que ingresó al Sistema a la “avanzada” edad de 17 años, que fue admitido en el Conservatorio Simón Bolívar al año siguiente, cuando apenas llevaba ocho meses tocando flauta traversa, que la natación que practicó por dos años le ayudó a tener una mejor columna de aire en el instrumento, que dejó una carrera de ingeniería mecánica en el quinto semestre para ser músico a pesar de la resistencia de sus padres, y que en noviembre del año pasado decidió estudiar cocina junto con su hermano mayor, esa alegre melancolía, se convierte en decepción cuando empieza a hablar de lo que le pasó cuando llegó a Bogotá.

Su nombre es Leonardo José Plaza Sánchez. Le dicen Leo, tiene 26 años y dice que es de “buen humor y mal chiste”. La mamá de Leo, bogotana, vive en Venezuela hace 40 años. Antes eran los colombianos quienes emigraban hacia ese país, hasta que la actual crisis humanitaria venezolana invirtió el flujo. En Colombia, las autoridades de migración calculan que más de un millón de venezolanos han llegado en los últimos años al país. También han regresado algunos colombianos, como Jorge, el tío de Leo, quien lo llamó a comienzos de abril para proponerle que se fuera para Colombia a trabajar con él.

Jorge salió de Venezuela un par de meses antes, con el objetivo de montar un restaurante en Bogotá. En abril, el restaurante ya funcionaba. Qué mejor que invitar al sobrino que estudiaba cocina a que se sumara a la empresa y, de paso, buscara mejores oportunidades que las que le ofrecía su país en ese momento.

Leo lo pensó. Le faltaban seis o siete meses para graduarse y por eso, en principio, prefería esperar. Pero Jorge le hizo una propuesta con la que lo convenció de viajar esa misma semana: no solamente le iba a pagar un sueldo, también le iba a ayudar a estudiar, bien fuera cocina, música o lo que quisiera.

Suspira. “Una de las cosas que yo siempre he querido ser es músico. Ese va a ser mi sueño toda la vida. Yo me considero músico, pero quisiera tener un conocimiento muchísimo más amplio y un papel que lo certifique cuando audicione a cualquier orquesta”, dice.

El 10 de abril, después de dos días de viaje, Leonardo llegó a Bogotá y comenzó tres meses de jornadas laborales de domingo a domingo, de 6:00 de la mañana a 11:00 de la noche, con un par de horas de descanso en la tarde. Pero su salario no se veía. Como vivía con su tío, este le descontaba el arriendo. El restante, le decía, no lo tenía aún. De vez en cuando le daba dinero para que cubriera necesidades inmediatas y también se lo descontaba.

Leonardo prepara un café. Ya no tiene tiempo para cocinar, pero le gustaría terminar sus estudios para ser chef, además de graduarse como músico.
Foto: Sara Castillejo / EL TIEMPO.

 

Tres meses después, Jorge se regresó a Venezuela, para los grados de una de sus hijas, no sin antes decirle a Leo que tenían que desalojar el apartamento y que no podía trabajar más en el restaurante porque lo iba a entregar a otra administración. No planeaba volver.

Leo quedó fuera de base, no solo por lo que le quedó debiendo –calcula que fueron un millón seiscientos mil pesos–, sino también porque dos meses antes convenció a Yoliana, su novia, de viajar y quedarse con él en Colombia. En ese momento, la relativa seguridad con la que llegaron, cada uno en su momento, se esfumó.

–Fue una temporada muy pesada, loco–, cuenta Leonardo. –Era horrible porque lloraba todas las noches. ¿Sabes de esas personas que están nerviosas y entran en crisis y hasta se jalan el pelo? Esa era Yoliana en ese momento.
–Ni siquiera yo sabía que podía llegar a ese extremo–, complementa ella.
–Ella y yo vivimos juntos un mes en Caracas y ella nunca se comportó de esa manera.

Leonardo y Yoliana fueron compañeros en la fila de flautas de la Banda Sinfónica Simón Bolívar, de Venezuela, la más importante del Sistema. No se caían bien. A ella le parecía que él era “sifrino” (creído) y no le gustaba su sentido del humor pesado. Pero el mejor amigo de él, a quien llama su “hermano”, es el novio de la prima con la que Yoliana vivió su última temporada en Caracas. La cercanía era inevitable. Y lo fue más entre abril y junio del año pasado, durante las protestas, porque con la ciudad colapsada Leonardo no siempre se podía devolver a la casa de sus padres, en Los Teques, a las afueras de Caracas, y solía quedarse en el apartamento de Yoliana y su prima. Al calor de las ‘guarimbas’, en las que ambos participaron, la necesidad de protección mutua los acercó. Al principio, como amigos. Meses después, él le robó un beso. Aunque ella le pidió que no lo volviera a hacer, algo cambió en su forma de mirarlo. Y así, a comienzos de abril de este año decidieron ser novios, justo dos semanas antes de que Leonardo aceptara irse de Caracas.

Como la situación en Venezuela no prometía cambiar, invitó a Yoliana para que también se fuera para Colombia. Ella lo dudó. Por fin, estaba en la recta final de su carrera. Aunque quería irse, solamente le faltaba sustentar su tesis para graduarse como licenciada en música de Unearte; y solamente con presentar y pasar su recital de grado, iba a recibir su título como ejecutante de instrumento del Conservatorio Simón Bolívar. ¿Era el momento para salir? Se acercaban las elecciones presidenciales tras las que Nicolás Maduro sería reelegido y temía por lo que pudiera pasar en su país. Por eso aceptó la propuesta de Leo.

Yoliana creció en Zaraza, estado Guárico, y allí vivió hasta que se fue para Caracas a estudiar. De la niña tímida que ingresó al Sistema a los 11 o 12 años quedaba poco, pero el pánico escénico permanecía. Ella decidió combatirlo con lo mejor que tenía a su alcance. En principio, decidió estudiar intensamente, día y noche, su instrumento. Lo hacía en solitario casi siempre. Pero sus tendones le pasaron factura por la falta de descanso y comenzó a sufrir “codo de tenista”, es decir, epicondilitis lateral. La recuperación le implicó casi un nuevo comienzo. Tuvo que dejar la flauta varios meses, mientras hacía terapia y sus tendones volvían a la normalidad. Después, no fue su cuerpo el que la retrasó en su carrera, sino una decisión del entonces presidente Chávez, bajo cuyo gobierno se decidió reformar Unearte, incluyendo los currículos, según explica porque para el gobierno bolivariano esa era una institución de burgueses. Y sí los había, pero no era su caso ni el de cientos que, como ella, vieron cómo su carrera quedaba casi en ceros debido a los cambios curriculares. En la historia de Yoliana son varios los tropiezos, pero después de cada uno se ha logrado levantar. En eso se parece a la de su novio, Leo.

Leo ingresó al Sistema tarde, en comparación con otros músicos, pero le ayudó que desde su niñez había tocado cuatro y flauta dulce en la Orquesta Típica Infantil Caracas. Es caraqueño, pero creció en Los Teques, en el estado Miranda, a cuarenta minutos de Caracas. Allí comenzó a estudiar flauta traversa. Sin embargo, los accidentes de su carrera han sido más vocacionales: hasta que se retiró de ingeniería mecánica en la Universidad Central de Venezuela, tuvo que lidiar con el tiempo, siempre insuficiente para acoplar estudios de cálculo y física con métodos y conciertos de flauta. Cada clase con su maestro terminada convertida en un sermón más que en una lección del instrumento.

“Ya no sabía lo que estaba haciendo con mi vida… Actualmente, bueno, tampoco sé qué estoy haciendo”, se ríe, y continúa: “tengo 26 años y no sé qué estoy haciendo aquí en Bogotá, pero bueno, es por la situación que está ocurriendo en Venezuela”.

Mientras él trataba de sacar adelante su carrera, ya sin el obstáculo que había sido la ingeniería, en el Conservatorio como ejecutante y en Unearte como licenciado, Yoliana encontró en el teatro la terapia para trabajar su inseguridad y “romper la cuarta pared”, fuera en las tablas o como intérprete de flauta. Esa se convirtió en su segunda pasión. Incluso, logró papeles secundarios en dos telenovelas de producción colombovenezolana. En Caracas, había luchado contra su propia inseguridad y también contra la inseguridad de la ciudad, sobre todo contra el pánico que le daba salir a la calle después del ataque que sufrió en el 2015. Pero no fue allí donde tocó fondo, sino en Bogotá, años después, a miles de kilómetros de su hogar.

La prima de ella y el “hermano” de él ya habían llegado a Colombia y se habían estabilizado cuando Yoliana y Leonardo tuvieron que desalojar, de un día para otro, el apartamento donde vivían con Jorge, el tío. Ellos los recibieron en su apartamento, donde vivían con dos personas más. Aunque tenían la mejor voluntad, el espacio era limitado. Solamente tenían disponible un sofacama en la sala, en el que durmieron un mes. Leo recuerda una varilla saliente que se acomodaba todas las noches en su espalda, y lo cuenta de forma jocosa. Esa fue la parte menos grave. La más grave fue cuando Yoliana entró en shock.

Una noche, cuando ya dormían, Leonardo la sintió levantarse. Vio cómo se sentaba en el borde del sofacama y, todavía dormida, lloraba. Que llorara en las noches y dijera que se quería ir ya era cotidiano, pero nunca lo había hecho de esa forma. Yoliana llevaba encima el estrés de una migración repentina, de que a Leonardo no le pagaran en el restaurante, de tener que haber salido afanados del apartamento del tío de él y de ella misma haberse quedado sin el trabajo que había conseguido apenas unas semanas atrás, en un café en el sector de Chapinero. Después le contó a una amiga psicóloga venezolana y fue ella quien le explicó qué era lo que le había pasado aquella noche.

-Yo arriesgué mucho. Y así como a él (Leonardo) le pintaron un castillo en la arena, que vino la ola y se llevó, yo también confié en esa persona.

Aunque estaban con personas conocidas y queridas, Leo y Yoli, como le dicen a ella, no se sentían cómodos. Agradecían el recibimiento, pero estaban buscando otro lugar para mudarse. Un día, la prima de Yoliana le gritó, desde la habitación: “¡Mira lo que acaba de escribir Fernando!” Entonces, ella revisó el grupo ‘músicos en Bogotá’, en WhatsApp. Fernando, el flautista de la Simón Bolívar, anunciaba que tenía una habitación en alquiler.

Comienza septiembre. Leonardo y Yoliana llevan un par de semanas viviendo con Fernando, Luis David y Luis Fernando, otros tres músicos venezolanos que también llegaron a Colombia este año. Es un apartamento de tres habitaciones en un quinto piso en Milenta, un barrio en el sur de la ciudad. Allí, desde la sala, Leonardo cuenta -y Yoliana lo escucha- que justo antes de llegar allí, Remy, un amigo con el que vivían antes lo invitó a trabajar. Eran las 4:00 de la mañana y Leo ya estaba despierto, sin razón. Entonces Remy le preguntó si lo quería acompañar a Frugacol, una empresa procesadora de frutas y verduras para restaurantes y pequeños distribuidores. Leonardo, quien ya había pasado por otro par de empleos cortos, con malas experiencias salariales, no lo dudó ni un momento. Además, Yoliana se había quedado sin empleo.

No tenía elección. Se levantó, se arregló y se fue con su amigo. Desde ese día empezó a trabajar por turnos apoyando al repartidor. Luego, cuando tenían mucha producción pendiente, le pedían ayuda en la planta, hasta que un compañero de la despulpadora renunció y a él le pidieron reemplazarlo, inicialmente, por días. Comenzó haciendo turnos, pero desde septiembre hace parte de la nómina de la empresa.

Como hijo de una mujer colombiana, ya tramitó su nacionalidad y espera respuesta. Confía en que una cédula colombiana le dará mayor estabilidad y le permitirá presentarse a estudiar música en alguna universidad pública del país, más adelante.

No había tenido tiempo para volver a estudiar flauta. “Los últimos fines de semana han sido de ocio y para despejarle la mente a Yoli”, dice. Y es que cuando se pone a estudiar su instrumento, olvida todo a su alrededor, incluso a su novia. “Yo realmente pienso que amo a la música más que a ella”, dice, un poco en broma y un poco en serio, y ella, desde la cocina, le responde: “Yo también amo a la música más que a cualquier cosa”. Pero hace un par de semanas, las últimas de octubre, comenzó a tocar los jueves con Pibo Márquez y La Colombiana orquesta en algunos de los bares de salsa más icónicos de Bogotá, como Quiebracanto y La Aldea Arde.

Entretanto, Yoliana venía de trabajos ocasionales. Aunque la despidieron del café, porque el dueño necesitaba darle la vacante a su hija, ella logró hacer contactos suficientes en ese mundo. Aprendió del café y de las máquinas que lo preparan. Algunas veces la llaman de otros cafés de gente que conoció para que les ayude con sus máquinas. A ella le quedó gustando, no descarta aprender de barismo. También ha contemplado salir a tocar en la calle, no solamente para retomar la flauta y conseguir algo de dinero, sino también para retomar su terapia personal contra el pánico escénico. Incluso, ya ha presentado algunos castings para volver a actuar, pero le preocupa que, pese a estar legal en el país, no tiene todavía su Permiso Especial de Permanencia.

Hace algunas semanas, comenzando octubre, le dio clases de música a un niño, hijo de dos abogados. La madre del alumno de Yoliana le preguntó si conocía a alguien que tuviera experiencia en labores de secretaría, pues estaban buscando en el bufete donde ellos trabajan. “Yo no sé pero aprendo rápido”, se ofreció ella. Trabajó allí, medio tiempo, durante casi un mes, hasta que a inicios de noviembre le dijeron que necesitaban a alguien con más experiencia en derecho y ella se quedó sin empleo de nuevo.

En la misma semana, Leonardo sufrió un accidente laboral, cuando una máquina despulpadora de frutas le atrapó la mano y se la lastimó, sin afectarle la movilidad. Fue a urgencias, lo atendieron y pasó los siguientes días incapacitado.

Todavía tienen sueños pendientes, como terminar sus carreras, alcanzar la tan anhelada estabilidad, incluso contemplan probar suerte en otro país más adelante. También planean casarse, aunque no sepan muy bien cuándo. El viento todavía no les sopla a favor. En la vida que llevan ahora, la única certeza de cada uno es la compañía del otro.

JUAN DAVID LÓPEZ MORALES
Redactor de ELTIEMPO.COM
En Twitter: @LopezJuanDa