La segunda muerte de Chávez, por Norberto José Olivar

La segunda muerte de Chávez, por Norberto José Olivar

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Algo inexplicable me hizo volver a un artículo de Carlos Rangel (La traición a la historia). Afirma, en este, que Sartre sentía especial afecto por Heinrich, uno de sus personajes de Le Diable et le bon Dieu (1951). Lo describía como a un tipo de «conciencia clara», «agónica», imposibilitado de evadir su responsabilidad, por tanto, vulnerable ante el más vago sentimiento de culpa. Según Sartre, el dramatismo insufrible de este personaje se explicaba por no ser un hombre de acción, sino un intelectual, un razonador. El conocimiento, que tanto anhelaba, se volvía contra él como tormento y destrucción.





Rangel piensa que a Sartre se le fue la mano con esto. Que Heinrich es algo exagerado. Puede que esta desproporción, digo yo con inocencia, tenga una cierta intención gráfica para no decir pedagógica, pues de inmediato se coteja con el «hombre de acción» que, como es de suponer, traiciona con prodigiosa pericia. Con esto explica, pone Rangel por caso, la diferencia abismal entre el pensador y el ejecutante, entre un Marx y un  Stalin, remata en pocas palabras.

El corolario sartriano es el escritor comprometido con su tiempo. No hay novedad en ello. ¿Pero en qué pensamos cuando pensamos en el escritor comprometido con su tiempo? Puede que esta sea su «vulgata más visible», como diría Blas Matamoro, y por ello uno no puede separar esta «teoría» de una inevitable percepción ideológica. Por suerte ya ha corrido mucha agua bajo este puente, y sabemos (¿o no?), que el único compromiso posible de un escritor es con su obra. Por supuesto, no se trata, tampoco, de volver a la «irresponsabilidad cortesana», sino de respaldar el oficio con honestidad, coherencia, y esto solo es posible cuando se carea constantemente con la realidad. No va de «moralina» beata, más bien es un asunto de absoluta santidad mundana.

 

Divagación no tan necesaria

La serie de Paolo Sorrentino, The Young Pope (2016), es una «parodia negra» donde Jude Law interpreta al joven pontífice Pío XIII. Este es un personaje recalcitrante, conservador, desprecia a los homosexuales, pederastas, a los corruptos, a los gamonales, y cree en el celibato radical.  Algunos de estos aspectos que, ciertamente, pueden alarmar ya entrados, como andamos, en pleno siglo XXI (homosexualidad/celibato), consiguen sin embargo un soporte muy respetable, aunque no por ello incuestionable, en la sólida coherencia de este raro «Holy Father». Coherencia fundada no tanto en su discurso, como sí en su conducta pública y privada. Un Papa que parece no creer ni en Dios, pero sí en sus ideas, y que ellas solo son válidas (no verdaderas) si están respaldadas por hechos y no por intenciones. De manera que el complotado Cardenal Voiello, soberbiamente encarnado por Silvio Orlando, no tiene más opción que rendirse ante semejante conducta, pero no solo eso, sino que esta coherencia observada llega a descifrarla como una prueba de santidad auténtica. Advierto que estas consideraciones son mi balance hasta mirado el capítulo ocho. Ya veremos si se mantienen en lo que falta.

La coherencia como santidad

El problema de ciertos razonares es la deserción de la coherencia. No se la ve por ningún lado. Y aquí entramos en la tragedia venezolana.

El chavismo carece de discutidores honestos. El lenguaje de la revolución es, en sí mismo, una especie de neo-lengua que expresa y define lo contrario de lo que dice. Baste con unos pocos ejemplos: cuando el chavismo diseña las leyes del poder comunal para que el pueblo se empodere, en realidad le carcome la libertad y las posibilidades de un bienestar digno de conformidad con sus capacidades y trabajo. Le somete y no es metáfora. Lea usted estas leyes para que caiga en la cuenta del despiadado control que pretenden ejercer sobre las comunidades. Y el reciente llamado a la Constituyente procura organizarse desde este escenario precisamente, donde la ausencia de soberanía es absoluta. O cuando invocan la palabra pueblo. Para el chavismo, pueblo es solo quien le apoya. O cómo un decreto de emergencia económica, para defender al pueblo, se vuelve un negocio redondo e inhumano. O cómo niegan sus asesinatos y desvaríos aunque estén grabados por miles de cámaras.  No sigamos la lista, el lector podría alargarla mucho más cuando quiera. La pregunta es. ¿De qué manera un escritor, un razonador de este régimen, sostiene un discurso coherente si la realidad no lo certifica ni de lejos siquiera? Y mucho menos la conducta de los revolucionarios. Al hacerlo, entonces, solo consigue destruir su propia obra, su trabajo. Y la angustia moral —si se trata de un razonador, escritor, auténtico— solo puede hundirlo en un pavoroso sentimiento de culpa. Alguien que piensa, que razona, no puede evadirse nunca de la responsabilidad.

Idolatría con hambre no dura

Un amigo matemático me pregunta, con cierta ansiedad, si la figura de Chávez puede convertirse en objeto de veneración cuando todo esto pase. Le digo que la vida y la obra del aludido no tienen ninguna coherencia. Solo se trata de un arengador que supo pescar en río revuelto. Rodeado de una corte de seres desalmados y resentidos entregados a las pasiones más abyectas. Pero toda veneración —recalco—  necesita de oficiantes que la sostengan en el tiempo. Y aquí el papel de los razonadores, de los escritores, es decisivo. Por suerte, las llamas de la resistencia actual están consumiendo a quienes todavía defienden al régimen. Entre ellos, sus razonadores, que serán juzgados por la no tan novísima acusación ética de «traición a la historia».

Mi amigo no parece muy convencido. Entonces no me queda más remedio que poner otro ejemplo. El problema de los ejemplos, digo con fastidio, es que empobrecen las ideas, pero ni modo, su incredulidad lo hace necesario:

«¿Te enteraste de los liceístas que hicieron cuartos y quemaron una estatua de Chávez en Villa del Rosario?»

«¡Quién no!»

«Fíjate que se trata de jovencitos que no conocen otro tiempo que este régimen. Que crecieron con esos libros-basura que ilustraron con dibujos de Cristo; Bolívar y Chávez como si fueran la trinidad bolivariana. Y considera, además, que se trata de una zona casi rural, lo que haría más fácil el adoctrinamiento para destrabarlos de la ‘moral convencional’ que tanto descalifican los marxistas y llegar al ‘hombre nuevo’. Todavía así, el desprecio por la figura y la significación de Chávez es total. Yo diría que abrumadora. ¿Y tú crees que con este rechazo y con la falta de razonadores y escritores que padece el chavismo, van a poder sostener alguna capilla con su advocación? La falta de coherencia entre el discurso de justicia social y la calamidad humanitaria que sufre la gran mayoría de la gente (pueblo) no se los va a permitir. Y menos después de matar a tantos muchachos desarmados que no reclamaban otra cosa que tener un país normal».

Epílogo

Me atrae mucho esta idea de que la santidad esté en la coherencia y no en levantar crucifijos. O en ponerse la Biblia bajo una axila. Una santidad tan mundana que da gusto. Hasta me acordé de St. Vincent (2014), de Theodore Melfi, protagonizada por Bill Murray. ¿La vieron? ¿Ahora sí me entienden? Es una película hermosa, de verdad que sí. Pero bueno, no voy a empezar otra vez.

Mayo 05 de 2017

Twitter: @EldoctorNo