Estoy triste, por Ana Black

Estoy triste, por Ana Black

—Estoy triste

—¿Por qué?- le pregunté.

—Hoy fui a visitar a unos familiares y entre todos no pesan más de 120 Kgs.





No supe qué decirle, y se lo dije: “No sé qué decirte. Perdóname. No sé que decirte”.

Y volvió el llanto.

Ese llanto interno, seco, silencioso, que ya en muy pocas ocasiones –como ésta- se manifiesta en apenas unos ojos aguados, clandestinos, abochornados, cansados pero que por dentro se despedaza en ríos.

Así lloré por mi amiga y su circunstancia, con la misma tristeza silente que lloro a mi país cada día cuando leo que alguien agoniza porque no consigue el tratamiento que lo reanime; cuando oigo a mi vecina arrastrar los pies agotada por la cruzada diaria en búsqueda de pañales para su marido, inmóvil en una cama; cuando me informan que el hijito de alguien murió porque en Venezuela no funcionan los equipos médicos que han podido salvar a ese y a cientos de bebés; cuando leo tantas solicitudes de medicinas que debería haber en el país pero no las hay.

Las lágrimas del corazón son inagotables cuando en el supermercado ves a una niña de siete años con ojeras, una niña de siete años con ojeras –lo repito- mientras su padre revisa una y otra y otra vez el precio de la lata de sardinas como esperando que se haga el milagro y en la siguiente vuelta ya haya alcanzado el monto que él puede pagar; cuando en el puesto de las legumbres en el mercadito –no en el puesto de la carne ni de los quesos que son más caros y apetecibles- un hombre se me acerca a pedir perdón por suplicar comida, “perdón por molestarla señora, no soy ladrón ni le pido dinero, sólo le pido que me compre algo de comer para llevar a casa”, y “Algo de comer” fue para él, cuando le dije que agarrara lo necesario, una bolsita con dos cebollas y tres tomates. Cuando sé que las escuelas estatales permanecen abiertas en vacaciones para que los niños no pasen hambre en casa durante esas semanas*, sí lloro, sí.

Cada vez que presencio cómo a alguien no le alcanza el dinero para pagar la compra –la mínima compra- y tiene que devolver la lata de atún o la torta de casabe se me aflige un poco más el espíritu.

El comentario de mi amiga se cruzó con la infeliz intervención –otra más- del Sr. Maduro sobre la dieta que lleva su nombre. Los ojos de mi amiga -hinchados de tanto llorar por ver a sus hermanos así de flacos porque prefieren que sus hijos coman- desafiaron la imagen del hombre más desconectado de la realidad del país, del pobre e ignorante ser que hace un chiste -procaz, lamentable, tan barato como él mismo- del hambre que sufre un pueblo, generada además por su misma ineptitud de gobernante.

La tristeza de ella se transformó en ira cuando empezamos a sumar el derroche absurdo de una cumbre organizada en una isla y en un país donde –desde hace mucho tiempo- no tenemos luz, agua, comida ni medicinas suficientes para vivir con dignidad.

#YoTeRevocoNicolasMaduro, por mi amiga, por sus hermanos, por mi vecina, por el hombre que pide perdón por mendigar comida y por la niña de siete años con ojeras.

#YoTeRevocoNicolasMaduro por los niños venezolanos que se desmayan en la escuela y por sus padres, por los ancianos que no entienden la pensión chucuta, miserable que les das.

#YoTeRevocoNicolasMaduro por los miles de muertos de la violencia, por los presos políticos de tu miedo descomunal y por la prosperidad que tu pésima administración le robó al país.

Por el atraso y por la miseria pero, por encima de todas las cosas #YoTeRevocoNicolasMaduro, a ti y a tu revolución tullida porque un gobernante que se ríe del hambre de su país no merece conducir ni un autobús.

 

@AnaBlackLl