Norberto José Olivar: El busto del emperador

Norberto José Olivar: El busto del emperador

thumbnailnorbertojoseolivarEn estos días en los que la gigantografía revolucionaria (pendones, cuadros) ha estado experimentando los embates de la fuerza de gravedad, y de cierta civilidad crispada, me ha venido a la mente un cuento de Joseph Roth, El busto del emperador, en el que el conde Franz Xaver Morstin, personaje excesivamente melancólico, hizo instalar en sus jardines un busto de Francisco José, en conmemoración de una visita que este le dispensara. Y luego, tras el derrumbe del imperio austro-húngaro, el nuevo voivodo (gobernador, jefe militar) designado para Lopatyny, en la antigua Galitzia (según el narrador), ordenó el retiro de la escultura imperial que ni siquiera estaba en un sitio público. Y para Morstin, que «amaba lo permanente dentro de la constante transformación, lo usual dentro del cambio y lo conocido dentro de lo inusual», aquello no significaba otra cosa que el fin de su mundo y una intromisión inaceptable.

Le pareció, entonces, indigno de la celeste majestad de su excelencia, don Francisco José, arrumar la venerada obra quién sabe dónde, por lo que decidió, junto a todo el pueblo de Lopatyny, tan conmovido como él mismo, hacerle un real enterramiento, vistoso y emotivo, eso sí, pero con todos los honores que demandaba su graciosa magnificencia.

Tiempo después, el viejo y cansado conde Morstin sería enterrado junto al venerable busto del malogrado emperador. Y en sus memorias, escritas con pésimo estilo, el conde sentenció que las virtudes nacionales son más dudosas que las individuales. Sabía por experiencia, que los nacionalismos son la estupidez exacerbada de los que no pueden tener ideas de bienestar, convivencia y respeto. La patria y sus héroes son la excusa perfecta para someter y expoliar.





Pienso, inevitablemente, en qué cosas son permanentes dentro de la constante transformación de nuestra realidad, en qué es lo usual dentro del cambio y lo conocido dentro de lo inusual. Y este pensamiento, que es una interrogante, me lleva al libro de Manuel Caballero, Las crisis de la Venezuela contemporánea (1998), en el cual explica que una situación de anormalidad solo muta a normal cuando se disipa el miedo de volver a la antigua normalidad, lo cual nos enfrenta a un dilema: no nos ponemos de acuerdo en qué cosas son permanentes, qué es lo usual y qué es lo conocido dentro de esta supuesta y constante transformación en la que andamos desde que entró este siglo. Y no hay acuerdo porque, sencillamente, los revolucionarios no saben qué es lo que, de verdad, es permanente, usual y conocido en eso que ellos llaman revolución. Por eso el discurso nacionalista y por eso la adoración a los caudillos muertos: buscan llenar el vacío de ideas y de logros. Pero si fueran honestos y consecuentes consigo mismos, piensa uno, seguirían el ejemplo del conde Morstin con contrita disposición, profunda humildad, inevitable resignación y severo silencio. Y hasta aspirarían acompañarle en su descanso eterno. Después de todo, sería un honor sublime. La gloria eterna.

 

@EldoctorNo